NASA ha publicado algunos de los datos recopilados por el Curiosity sobre la radiación que recibiría una nave en su viaje a Marte. Los datos ponen de manifiesto los riesgos existentes si se enviase una misión tripulada al planeta rojo puesto que el riesgo de que estos padeciesen cáncer aumentaría alrededor de un 5% por su exposición a radiación durante el viaje.
La llegada del Curiosity a Marte el pasado verano fue, sin duda alguna, uno de los grandes sucesos del año 2012. Desde entonces, el vehículo de exploración marciana (que no es el único que está en Marte puesto que el Opportunity sigue operativo) se mueve lento pero con paso firme realizando perforaciones sobre la superficie del planeta en busca de trazas de agua o cualquier otro indicio que permita confirmar si alguna vez hubo vida en Marte. Además de las prospecciones, el Curiosity ha estado analizando las condiciones de Marte con el sensor RAD (Radiation Assessment Detector) para evaluar la radiación presente en el planeta cara a futuras misiones con astronautas. ¿El resultado? El nivel de radiación es tal que los astronautas recibirían alrededor de dos tercios de la radiación máxima permitida en toda su carrera sin tan siquiera bajar de la nave, solamente en el viaje de ida y en el de vuelta.
Los 253 días que lleva el Curiosity sobre Marte han servido para usar el sensor RAD y tomar medidas de la radiación existente en Marte y también durante el viaje, tanto la que procede de los rayos cósmicos como de las erupciones solares. El sensor RAD tiene como objetivo capturar datos para evaluar la efectividad de los blindajes anti-radiación que usaría la nave que está construyendo la NASA para misiones de largo alcance así como los trajes espaciales que deberían usarse.
¿Y qué han encontrado? ¿Tan mal están las cosas? Los resultados, que se publican en la Revista Science, arrojan que una misión con los sistemas actuales no sería viable (o más que viable, supondría un gran riesto) puesto que en un viaje de 360 días (que es lo que se tardaría en llegar y volver de Marte con los sistemas de propulsión actuales), los astronautas recibirían la radiación equivalente a dos tercios de lo que podría soportar un astronauta en toda su carrera profesional, quedando un margen excesivamente pequeño para realizar una misión de exploración sobre la superficie del planeta.
Estos datos, por tanto, ponen sobre la mesa los riesgos que correría la tripulación de una misión con humanos, algo que la NASA se plantea para el año 2030 (aunque empresas como [Mars One](http://alt1040.com/2012/06/mars-one-colonizar-marte-2023 quieran llevar a cabo sus propias misiones); un riesgo que es de suponer que se intente mitigar con algunas mejoras en el diseño de blindajes pero que, llegado el caso, se tendría que evaluar y asumir. Las consecuencias de la exposición a la radiación, obviamente, es un aumento en el riesgo de padecer cáncer (casi con la idea y la vuelta la probabilidad de padecer cáncer subiría un 5%).
De hecho, los límites de seguridad que actualmente maneja la NASA son para misiones "cercanas a la Tierra" y, por tanto, todo el protocolo alrededor de las misiones en espacio profundo aún debe redactarse. Esta tarea es algo que la NASA espera acometer con estos datos y junto a la comunidad médica de Estados Unidos para comprobar que las mediciones son válidas y establecer un modelo con el que realizar simulaciones y, al final, llegar a una especie de fórmula que permita ponderar los riesgos de una misión tripulada a Marte.
Está claro que, con el tiempo, es posible mejorar los escudos anti-radiación de las naves e, incluso, las protecciones de los trajes espaciales pero, al final, todo resulta ser un juego de cálculo de probabilidades, evaluaciones de riesgo y decisiones humanas basadas en cálculos y modelos matemáticos.
Las drogas que fabrica el cerebro de manera natural
Un trabajo publicado en la revista Neuron confirma unas hipótesis planteadas ya en los años ochenta, por las que el cerebro debería contar con su propio almacén natural de fármacos
En nuestro cuerpo, por increíble que parezca, existen drogas que fabrica el cerebro de forma completamente natural. Pero no drogas entendidas como aquellas sustancias estimulantes, narcóticas o alucinógenas que pueden provocar graves problemas de adicción.
No. Nos referimos a otro concepto completamente diferente, que suele estudiarse en farmacología. En otras palabras, a la 'droga' que viene del holandés droog, pero no del inglés drug (que en este caso sí haría referencia a una sustancia de abuso).
Probablemente, al empezar este artículo, muchos hayáis pensado que no es novedoso. No lo será sí habéis oído hablar de compuestos como las endorfinas o los endocannabinoides. Pero no. Hoy no vamos a hablar de estos compuestos, sino del valium, un fármaco derivado de la 1,4-benzodiazepina.
El descubridor de las benzodiazepinas, en particular, del diazepam (conocido comercialmente como valium) fue un químico llamado Leo Henryk Sternbach, que fabricó este medicamento formando parte de la compañía farmacéutica Roche. Estos compuestos son comúnmente utilizados como tranquilizantes, de hecho el valium suele utilizarse en personas que sufren crisis epilépticas.
En 1985, investigadores de la State University of New York publicaron un artículo en la revista PNAS, en el que apuntaban que debería haber compuestos análogos a estas benzodiazepinas en el cerebro de mamíferos, dados los resultados de su investigación.
El grupo de científicos proponían que, debido a los estudios de inmunocitoquímica que habían realizado, se podía confirmar, aunque no fuera de manera completa, la existencia de una especie de tranquilizantes en nuestro órgano más importante. En otras palabras, se entendía que existían drogas que fabrica el cerebro en condiciones normales, que funcionaban de manera parecida a lo que lo hace el valium.
Casi treinta años después de aquel trabajo, investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, han comprobado que los resultados publicados en la década de los ochenta no iban del todo desencaminados. El trabajo, que se publica ahora en la revista Neuron, supone un espaldarazo tremendo a las investigaciones anteriores. El responsable del proyecto, el Dr. John Huguenard, ha confirmado que "este es uno de los descubrimientos más emocionantes en el campo de las neurociencias".
Y es que la posibilidad de que hayan encontrado una proteína que funcione como el valium, hace posible la existencia de drogas que fabrica el cerebro de manera natural. Los científicos han visto cómo la proteína inhibidora del receptor del diazepam en el cerebro presenta un funcionamiento similar al de estos tranquilizantes: relaja un circuito nervioso clave, y puede ser considerado en el futuro como una herramienta clave en el tratamiento de la epilepsia, los desórdenes del sueño o la ansiedad.
Esta proteína se conocía desde hace tiempo, pero no sabíamos nada acerca de su origen y composición, hasta la misma publicación del trabajo de los científicos europeos. Se ha comprobado que el nuevo medicamento posee la misma eficacia que el propio valium, produciendo el mismo efecto neurológico.
Un trabajo que no hace sino profundizar en la parte más inteligente de nuestro organismo, y que responde a preguntas tan curiosas como el funcionamiento de nuestra mente, y la posibilidad de que existan drogas que fabrica el cerebro de manera natural. La respuesta es sí, ya que este compuesto endógeno mimetiza el trabajo del valium, sirviendo en cierta manera como tranquilizante natural, por ejemplo en el caso de que ocurrieran crisis epilépticas.
¿Qué hay de cierto científicamente en In Time?
La película dirigida por Andrew Niccol, el creador de Gattaca, se basa en la existencia de relojes de vida en las personas, a partir de que cumplan 25 años de edad. ¿Qué hay detrás de esta idea, desde la perspectiva científica?
Reconozco que antes de ver la película In Time, me esperaba mucho más de lo que luego sucedió. Quizás porque su director es Andrew Niccol, el guionista, productor y director responsable de obras maestras para todos los aficionados a la ciencia ficción, como Gattaca.
In Time, conocida en Latinoamérica como El precio del mañana, tiene entre sus protagonistas a Justin Timberlake, Amanda Seyfried y Olivia Wilde. La película transcurre en 2161, fecha en la que se ha conseguido desactivar el gen del envejecimiento humano, de forma que a partir de los veinticinco años, las personas experimentan un proceso de envejecimiento muy acelerado, teniendo un solo año más de vida. Al cabo de esos doce meses, sino lo remedian, morirán de un paro cardíaco.
A partir de su vigésimo quinto cumpleaños, por tanto, se activan sus relojes de vida, de forma que pueden ir ganando tiempo, ya que este se ha convertido en la forma de intercambiar todo, necesidades o lujos incluidos. Las personas ricas pueden vivir eternamente, mientras que la gente pobre apenas llega a sobrevivir con unas horas de margen, ya que han de pagar sus necesidades básicas. En otras palabras, el tiempo es dinero.
¿Existe algún parecido entre el guión de In Time con lo que sucede en la realidad? En primer lugar, debemos desmontar la idea de que exista un gen del envejecimiento humano. Igual que tampoco hay un gen específico que condicione la violencia o la orientación sexual. Estas aproximaciones son deterministas, y la ciencia ya se ha encargado de desmontarlas.
Lo que no quiere decir que exista una mayor o menor predisposición genética, pero no todo lo que somos está marcado por nuestros genes. La epigenética y las condiciones ambientales son factores importantes que no debemos olvidar.
Sin embargo, sí que hay una parte del guión que puede tener cierto sentido biológico, en particular la relacionada con el envejecimiento. En los cromosomas de las células eucariotas (aquellas que presentan un núcleo donde está almacenada la información genética, a diferencia de lo que ocurre en las bacterias), existen una especie de capuchones, que se llaman telómeros.
La función principal de los capuchones de nuestros cromosomas es proteger la información genética, ya que cuando esta tiene que ser copiada, la proteína encargada de ello actúa cometiendo errores, de forma que en cada división celular, nuestros capuchones naturales se van acortando. En otras palabras, los telómeros actúan como verdaderos relojes moleculares, de una forma un tanto parecida a lo que ocurre en In Time.
Para evitar el acortamiento de los telómeros, en algunas etapas actúa la conocida como telomerasa, una enzima que repara estos capuchones, añadiendo copias de ADN. Sin embargo, como decíamos, esta proteína solo actúa en momentos muy específicos, en particular en aquellos en los que la división celular es muy acelerada, por ejemplo, en el caso de las primeras células originadas tras la fecundación o en determinados tipos celulares, como las células troncales, más conocidas como células madre.
Existe una excepción, sin embargo. Las células tumorales son capaces de reactivar a la proteína telomerasa, esta es la razón por la que se pueden considerar como inmortales, ya que pueden dividirse de manera ilimitada. Las células tumorales, por tanto, tienen su reloj molecular parado, ya que los capuchones nunca se ven acortados en cada división celular.
En cierta manera, la idea que propone Niccol en el guión de In Time puede relacionarse, por tanto, con una de las investigaciones más importantes en biología: la acción de la telomerasa y la existencia de los telómeros, un trabajo que mereció el Premio Nobel de Medicina en 2009. La existencia de estos verdaderos relojes moleculares marcan claramente cómo se produce el envejecimiento a nivel celular.
In Time tuvo en su guión los ingredientes como para convertirse en una película de culto, como lo fue y sigue siendo aún a día de hoy Gattaca. Sin embargo, el trabajo de Niccol está vez se decantó más por el género de acción y de entretenimiento, que en explotar la ciencia que tenía detrás. Una verdadera pena, ya que como vemos, la idea original era extrapolable a una de las teorías científicas más importantes de la actualidad.
Fuente alt1040.com
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